Zúrich, febrero de 1916. Emmy Hennings y Hugo Ball delante de “la Lechería”, la Taberna holandesa en
Spiegelgasse número 1, un par de días antes de la inauguración de la Taberna de
Artistas Voltaire. En la pared el cartel de Marcel Slodki que anuncia el
Cabaret, a la derecha Lenin de incognito, sin perilla, camino de su apartamento
en Spiegelgasse, 14.
Hugo Ball (1886, Pirmasens,
Alemania – 1927, Tessin, Suiza), es uno de los principales artífices del
Dadaísmo, uno de los artistas-pensadores que encarnan una época y brindan luz
sobre ella. Como bien se sabe, es cofundador junto a Tristan Tzara, Hans Arp y
Marcel Janco, del Cabaret Voltaire en 1916 y de él proviene la denominación
«Dadá» de la revista y movimiento. Un año después, en los primeros meses de
1917, afianzado y con algunas notas de madurez en su carácter, Dadá abre un
nuevo espacio en Zürich, en concreto sobre la Bahnhofstrasse, número 19. El
sitio ocupa los locales de la antigua galería Coray y toma el nombre de Galería
Dadá; se inaugura el diecisiete de mayo con la exposición «Tempestad»: «La
serie 1 de Tempestad incluye cuadros de Campendok, Jacoba van Hermseek,
Kandinsky, Paul Klee, Carl Mense y Gabriel Munter»[1].
El 7 de abril Hugo Ball brinda la conferencia «Kandinsky» en la Galería Dadá,
uno de sus anhelos respecto a Vasili Kandinsky desde 1914, fecha en que
tuvieron que distanciarse por la guerra: «Ayer fue mi conferencia sobre
Kandinsky. He hecho realidad un antiguo proyecto que llevaba acariciando largo
tiempo. El arte total: cuadros, música, danza, versos —ahora lo tenemos aquí. A
Coray le gustaría publicar esta conferencia junto con otra conferencia de
Neitzel y algunas reproducciones»[2]. En «Kandinsky»[3], Ball no sólo se remite a la obra pictórica del
prolífico artista, sino que, como lo afirma la nota anterior, rastrea el
concepto vertido por Kandinsky de la obra de arte total. Indagación de las
fracturas de su tiempo, radiografía de una época que estaba por brindar sus
instantes de mayor depravación, también es «Kandinsky» una alta valoración del
pensamiento estético del ruso y su recreación en sus cuadros; oteo aguzado en
los horizontes de su quehacer artístico: sus orígenes vitales en Rusia, el
germen intelectual en sus teorías sobre el arte. Ante todo, esta conferencia es
el hálito intelectual de uno de los instantes más efervescentes de las
vanguardias. Lector crítico de Nietzsche—a quien también dedicó una amplia
conferencia— y en general del pensamiento occidental, su prosa tiene
resonancias de la violencia alegre del filósofo; pero justo donde polemiza con
él es el punto donde se hermana con Kandinsky: la posibilidad de lograr una
espiritualización absoluta del arte; su apertura en tanto acontecimiento
sagrado, pero que no renuncia a su religiosidad y las cotas metafísicas que
esto conlleva. No obstante su tardío regreso al Cristianismo —cerca del final
de sus días preparó incluso un estudio sobre tres cristianos bizantinos—, la
obra poética[4] y ensayística de Ball representa
una de las más fuertes y joviales críticas a su época y a sus estructuras
condicionantes, modernizantes.
Daniel Bencomo
Kandinsky. Conferencia pronunciada en la Galería DADÁ (1917) /Trad. Daniel
Bencomo
1. El tiempo
Tres cosas son las que
sacudieron, hasta lo más profundo, el Arte en nuestros días, le concedieron un
nuevo rostro y lo colocaron ante un auge nuevo y violento: la completa
desdeificación del mundo por parte de la filosofía crítica, la liberación del
átomo en la ciencia y la estratificación de las masas en la Europa de nuestros
días.
Dios está muerto. Un mundo colapsó. Soy dinamita. La historia del mundo se partió en dos mitades. Hay un tiempo antes de mí. Y un tiempo después de mí. Religión, ciencia, moral: fenómenos que surgieron de la condición de temor de los pueblos primitivos. No hay más pilares ni apoyos, ningún fundamento que no fuera resquebrajado. Las iglesias se han vuelto castillos en el aire. Las convicciones, prejuicios. No hay una sola perspectiva más en el mundo de la moral. Arriba es abajo, abajo es arriba. Ocurre la transmutación de todos los valores. El Cristianismo recibió una acometida frontal. Los principios de lógica, de centro, de unidad y razón, fueron evidenciados como postulados de una teología ambiciosa de dominio. El sentido del mundo desapareció. La finalidad del mundo en consideración al Ser elevadísimo que lo mantenía reunido, desapareció. El caos irrumpió. El tumulto irrumpió. El mundo se mostró a sí mismo como un atropellarse y arremeter de fuerzas desencadenadas, unas contra otras. El hombre perdió su rostro celestial y se volvió materia, azar, conglomerado, animal, producto demencial de abruptos e insuficientes pensamientos trepidantes. El hombre perdió su lugar extraordinario que la Razón le había resguardado. Se volvió partícula de la Naturaleza, visto sin prejuicios un ser similar a un sapo o a una garza, con miembros desproporcionados, con una protuberancia saliente del rostro que tiene por nombre «nariz», con puntas salientes que se acostumbra llamar «orejas». El hombre, hasta entonces ataviado con la ilusión divina, se volvió común y corriente, en nada más interesante que una piedra, construido bajo las mismas leyes y dominado por ellas, desapareció en la Naturaleza; se tuvieron toda clase de precauciones para no verlo con demasiada precisión, si es que no se deseaba perder, con horror y repugnancia totales, los últimos residuos de respeto ante esa imagen lastimera del Creador fallecido. Una revolución contra Dios y sus criaturas se llevó a cabo. El resultado fue una anarquía de demonios liberados y poderes naturales. Los titanes se alzaron y arruinaron las villas celestiales.
Pero no sólo se quebraron sus
muros; se destruyeron, descuartizaron, pisotearon también hasta sus granos de
arena. No quedaron siquiera las piedras apiladas unas sobre otras: ni siquiera
quedó un granito, un átomo junto a otro. Lo Inamovible fue arrasado. Piedra,
madera, metal arrasados. Lo inmenso se hizo chico y lo chico creció
desorbitadamente. El mundo se hizo monstruoso, siniestro; el comportamiento
racional-convencional, la proporción, desaparecieron.
La teoría de los electrones
produjo una peculiar vibración en todas las superficies, líneas, formas. Los
objetos cambiaron sus figuras, su peso, su forma de encimarse y contraponerse a
los otros objetos. Del mismo modo que los espíritus en los terrenos filosóficos,
los cuerpos fueron despojados de toda ilusión en los terrenos de la física. Las
dimensiones crecieron, las fronteras cayeron. Como últimos principios ante la
arbitrariedad de la Naturaleza quedaron el gusto individual, el compás y el
logos del individuo. En medio de la oscuridad, del miedo y la carencia de
sentido, un nuevo mundo lleno de intuiciones, preguntas, significaciones, elevó
su enorme testa. Y un siguiente elemento irrumpió, amenazante y destructivo,
con la búsqueda desesperada de un nuevo orden para el mundo en ruinas: la
cultura de masas de las grandes ciudades. La vida individual pereció, la
melodía pereció. La percepción solitaria desapareció. Los pensamientos y las
percepciones acometían complejos el cerebro; los sentimientos, sinfónicos.
Aparecieron las máquinas y tomaron el lugar de los individuos. Complejos y
seres surgieron de un horror suprahumano, supraindividual. El miedo se
convirtió en un ser con millones de cabezas. La fuerza dejó de medirse en
relación a un ser humano, para ser valorada en caballos de fuerza. Turbinas,
cuartos de calderas, forjas, electricidad, dejaron surgir campos de fuerza y
espíritus, que someten a las ciudades con su atronadora violencia; nuevas
batallas, extinciones, Asenciones; nuevas celebraciones, cielos e infiernos. Un
mundo de demonios abstractos engulló la opinión individual, desgarró los
rostros individuales en máscaras inalcanzables, engulló las expresiones
privadas, saqueó los nombres de las cosas únicas, destruyó el Yo y sacudió los
mares de las emociones, dispuestas unas sobre otras, hasta enfrentarlas entre
sí. La psicología se volvió un parloteo. Los seres complejos escandalizaron. La
metafísica retumbó atronadora, crujió interminable. Las más sensibles
vibraciones y las inauditas masas monstruosas se dibujaron en el horizonte,
apiladas y confusas, penetrándose unas contra otras.
1. El estilo
Los artistas en este tiempo
están dirigidos al interor. Su vida es una lucha contra la demencia. Se sienten
desgarrados, partidos, molidos, cuando no se les concede, por un momento,
encontrar el equilibrio, el balance, la necesidad y la armonía en su obra. Los
artistas en este tiempo no adornan las habitaciones de caza como en el
Renacimiento. No cuentan fábulas infantiles como en el Rococó, incluso carecen
del motivo de la divinización, como sí lo encontraron el Gótico y el joven
Renacimiento. La más fuerte afinidad que aún muestran sus obras es con las
espeluznantes máscaras de los pueblos primitivos, con las máscaras de la peste
y con las máscaras temibles de los peruanos, australianos y negros. Los
artistas de nuestros días son ascetas de su espiritualidad que dan la espalda
al mundo. Llevan su existencia en la ausencia profunda. Son precursores,
profetas de una nueva era. Sus obras tañen en un lenguaje conocido apenas por
ellos. Se enfrentan a la sociedad como lo hicieron los herejes en la Edad Media.
Sus obras filosofan, politizan, profetizan a la vez. Son precursores de una
época entera, de una nueva cultura integral. Se les entiende de manera difícil
y sólo cuando se ha modificado el fundamento interior, cuando se está listo
para romper una tradición de un milenio. No es posible entenderlos cuando se
tiene fe en Dios en lugar de tenerla en el Caos. Los artistas en este tiempo se
dirigen contra sí mismos y contra el Arte. También los últimos fundamentos aún
ilesos les resultan problemáticos. ¿Cómo podrían ser útiles o conciliadores o
descriptivos o complacientes? Se desprenden del mundo fenoménico, del cual sólo
perciben contingenca, desorden y desarmonía. Renuncian libremente a la
representación de seres naturales, a los que consideran lo más deforme entre lo
deforme. Buscan lo esencial, lo espiritual, lo no profanado todavía, el
trasfondo del mundo fenoménico, para ponderar, ordenar, armonizar su nuevo tema
en claras, inequívocas formas, superficies y volúmenes. Devienen creadores de
nuevos seres naturales, que no tienen símil en el mundo conocido. Ellos crean
cuadros que no son mímesis alguna de la Naturaleza, sino una proliferación de
la Naturaleza en nuevas y hasta ahora desconocidas formas fenoménicas y
secretos. Tal es el júbilo victorioso de estos artistas, crear seres que se
denominan cuadros, que mantienen un mismo alejamiento junto a una rosa, un
hombre, un rojo del ocaso o un cristal.
El secreto de los cubistas es el
intento de romper las convenciones de la superficie pictórica; colocan sobre el
lienzo más de una superficie imaginaria, las cuales toman como base. El gran
secreto de Kandinsky radica en que él, en tanto precursor y más radical que los
cubistas, rechazó toda figuración por impura y retornó a la forma verdadera, al
sonido de las cosas, a su esencia, a sus curvas fundamentales. En Picasso, el
fauno, y en Kandinsky, el monje, ha encontrado nuestro tiempo sus más grandes
denominadores. En Picasso la oscuridad, lo grisáceo y la tortura del tiempo; su
ascetismo, su mueca infernal, su profundo penar, su gemido y su estruendo, sus
avernos y tristezas inefables, su rostro cadavérico y su negro dolor. En
Kandinsky su júbilo, su vértigo festivo, su tormenta celestial, su fuga de
arcángeles, sus coloridas quijoterías, sus azulgranas marsellesas, su auge: un
vuelo querubínico de fanfarrias azul-amarillas llamando al infinito.
III. La personalidad.
Kandinsky es liberación,
confianza, redención y sosiego. Uno debería peregrinar a sus cuadros: son una
salida del desorden, las derrotas y desesperaciones del tiempo. Son liberación
de un milenio en el colapso. Kandinsky es uno de los grandes renovadores,
portavoces de la vida. La vitalidad de su intención es desconcertante y
asimismo inaudita, como lo fue la de Rembrandt para su época, como la vitalidad
de Wagner lo fue para un tiempo apenas anterior a nosotros. Su vitalidad abarca
por igual la música, la danza, el drama y la poesía. Su significado reposa en
una iniciativa que es al mismo tiempo práctica y teórica. Él es el crítico de
su obra y de su época. Es el poeta de versos inalcanzados, creador de un nuevo
estilo teatral, compositor de algunos de los libros más espirituales que la
nueva literaura alemana ha presentado. Sólo una contingencia, la irrupción de
la guerra nos impidió poseer un libro suyo sobre el teatro, en el formato e
importancia de «El Jinete Azul». La misma contingencia evitó la fundación de
una sociedad internacional para el Arte, impulsada por él, cuando buscaba los
medios para la realización de sus composiciones escénicas. La consecución de
esa sociedad habría traído incalculables resultados para revolucionar el
teatro.
Kandinsky es ruso. La idea de la
libertad es en él tan enfática aplicada en los terrenos del arte. Lo que dice
sobre la anarquía, recuerda a frases de Bakunin y Krapotkin. Solo que él aplica
el concepto de la libertad de un modo completamente espiritual en la estética.
En «Der blaue Reiter» escribe, sobre la cuestión de la forma: «Nombramos
anarquía al estado actual de la pintura. La misma palabra es aquí utilizada
para describir el actual estado de la música. Bajo esa palabra se entiende
falsamente un abatimiento y un desorden sin ninguna estrategia. La anarquía es,
sin embargo, un método y un ordenamiento, los cuales no se producen a través de
una violencia exterior y finalmente fallida, sino que son creadas por medio del
sentimiento del Bien». Ese «sentimiento del Bien» o la «necesidad interior» es
el único y último principio creador que él reconoce. La «necesidad interior»
por sí sola proporciona lindes a la libre intuición, la necesidad interior
dibuja la forma exterior y visible de la obra. La necesidad interior es a donde
todo arriba por último; distribuye los colores, formas y pesos; la que porta la
responsabilidad por el más riesgoso experimento. Ella sola es la respuesta a la
pregunta por el sentido y el fundamento primigenio de los cuadros. En ella se
documentan tres elementos sobre los cuales la obra se compone: tiempo,
personalidad y principio estético. Ella desarrolla el tono principal, del cual
se desprenden los tonos secundarios. Es el último umbral que el artista
conmocionado no es capaz de destruir. Y de ella misma, de la forma de sus
obras, dice Kandinsky: «El espíritu crea una forma y se convierte en nuevas
formas», y de otro modo: «Lo más importante no es el nuevo valor, sino el
espíritu que se ha revelado en esa obra. Y luego la libertad necesaria para la
revelación». De acuerdo con él, cada obra deviene «un niño de su tiempo y madre
del futuro». Mientras persigue hasta lo más íntimo el tono, la esencia de una
cosa, otorga al mismo tiempo la más amplia libertad de movimiento. Kandinsky declara
su nacionalidad no sólo en la forma, también en los colores. La colorida Rusia
existe en sus cuadros como en ningún otro. Las inmensas superficies nevadas,
sobre ellas los granas del amanecer o del crepúsculo, los colores frambuesa del
tintineo de la troika, los vivaces vitrales de las tabernas de los campesinos,
los colores de sus fiestas y los azules de los mantos de la Virgen, claridad y
lucidez glaciales; aunada a ello la difuminación de los colores, tal cual
aparecen en las auroras boreales, verde poderoso, blanco, cinabrio; cuando se
piensa en los cuadros de Kandinsky reducidos en formato, reunidos en tamaño
duodenal[1], se encuentra en ellos la intensidad y los colores de las imágenes
de los santos pintadas en vitral. Y una vez que uno ha descubierto Rusia en sus
imágenes, luego se encuentran formas de pozos, formas compositivas que evocan
uno de los hombros con peso de los cargadores de agua (como en «Cuadro con
mancha roja»). Luego se encuentran los jinetes esteparios, los galopes, las
letanías y fiestas de Pascua, cuyas reminiscencias no consiguió apagar por sí
mismo el arte más espiritual. Luego se encuentra la sosegada y sencilla, la
inmaculadamente cristiana, la intacta y silenciosa Rusia que respira un aire de
fábula; la Rusia que, como en una mañana creciente arde enorme y violenta en el
cielo. Luego uno considera a Kandinsky un heraldo de la libertad de su pueblo
cercado por Japón y por Groenlandia. Para mí siempre fue apreciado de manera
especial el cuadro «Número 41», en el cual precisamente esa sensación
fronteriza, ese despertar, esa pureza de la luz polar de Groenlandia y la
finura de las formas japonesas, se mezclan y confirman de la manera más
delicada. Para nosotros, europeos occidentales, esa íntegra pureza cromática y
esa dimensión de lo intuitivo lucen a nuestros ojos como Romanticismo. ¿No ha
sido romántica desde siempre Rusia para Occidente? ¿No fue Dostoievsky el
último gran romántico? ¿No es el Cristianismo ruso el último y más fuerte
bastión del Romanticismo en la Europa de nuestros días? Tal es su valor
cultural.
1. El pintor
En tres obras teóricas se ha
pronunciado Kandinsky sobre la esencia de su arte: de manera general y en
sentido cultural en el almanaque publicado junto a Franz Marc, «Der blaue
Reiter»; especialmente sobre la cuestión de la forma en Sobre lo
espiritual en el Arte; sobre la cuestión pictórica en su propia
autobiografía, en el Álbum Kandinsky que apareció en la
editorial Sturm.
En «Der blaue Reiter» y en De lo espiritual en el Arte, Kandinsky delimitó fuertemente su problemática formal contra el Expresionismo, así como ante el Cubismo y el Futurismo. Considera al Expresionismo y al Futurismo como rumbos que sólo aspiran a un tratamiento más fuerte e idealizado de las impresiones. Resultado de ello es una superficialización de lo exterior (en lugar de los paisajes, salones de café, interiores que trajo el impresionismo, aparecen autos, aviones, bombillas, etc.). Ahí se da algo así como una burda fantasía que no renuncia al objeto ni a su materialidad, sino que lo transforma y en algunas ocasiones subraya aún su materialidad. En el cubismo, Kandinsky encuentra todavía solo una forma transitoria. «El cubismo muestra con qué frecuencia las formas naturales deben supeditarse con violencia a los fines constructivos, y cuáles obstáculos innecesarios se producen en tales casos». El cubismo, que promulgaba un contrapunto a la forma, que aplicó el dogma de las formas geométricas sencillas al tratamiento del objeto, es considerado por Kandisnky como una expresión que abarca con insuficiencia el reino sinfónico del tiempo; le parece adolecer de una autolimitación deliberada (ascesis de Picasso). A la clara construcción geométrica que ahí subyace, que en ocasiones salta a los ojos, le opone la libre construcción más rica en posibilidades, más plena en expresión, de un secreto rembrandtismo. Cuando hoy en París se escucha maldecir al cubismo como un «arte boche» debido a sus ásperos, cuasi prusianos centralización y orden, es una certeza considerar a Kandinsky como uno de los primeros que se manifestaron en contra de la férrea organización del cubismo, el cual coloca valores morales en el lugar de los valores estéticos. Kandinsky también abordó las proporciones numéricas como principio constructivo. Pero si los números son la última manifestación de las leyes estéticas: ¿porqué debe llamarse 1 el número en lugar de 0.33333?; es decir: ¿porqué la forma primitiva en lugar de la más complicada? La belleza es un orden que no puede verificarse ni a la primera ni a la centésima vista. La belleza es un múltiplo del orden no calculable. El cubismo trabaja con la gramática, Kandinsky con la lábil necesidad interior. Su arte apunta al desencadenamiento y capta al tiempo con todas sus aristas, secretos, excusas, con todos sus trasfondos y sus primeros planos, todos sus sofismas y todas sus duras y tiernas contradicciones y réplicas. El cubismo se sirve de los círculos y ángulos; mide, pesa, corta, es violento y duro, juez inexorable y testigo incorruptible. El cubismo castiga y recompensa, tiene algo de la Inquisición española y de una rectangulización de principios alemanes. Fuerza el detalle en lugar de darle libertad. El cubismo purifica y «prusifica»[2] el Arte. Es feo por principio y según Kandinsky, justo ésa debería ser su belleza. Y así es también.
Los riesgos de su propio arte
los observa Kandinsky en dos terrenos: en la aplicación puramente abstracta del
color, emancipada por completo, en formas geométricas; en el ornamento que no
surge de ninguna alegoría o jeroglífico expresivos; y en la sobreanimación, en
la deriva de las formas hacia lo fabuloso, que extrae del espectador fuertes
vibraciones mentales, puesto que experimenta el juego de la ilusión en el país
de lo fantástico, pero no se ocupa más de lo serio. Entre esos dos polos —cuyo
rechazo en el intelecto y la intuición, requiere del artista abstracto la más
inmensa de las exigencias— se extiende el tema de Kandinsky: «La batalla de los
tonos, el equlibiro perdido, los ‹principios› en caída, inesperados golpes de
tambores, grandes preguntas, un aparente afán sin destino, aparentes impulso y
nostalgia desgarrados, exhaustas bandas y cadenas, hacer de los múltiples el
uno, contradicciones y contrastes».
Tres distintos niveles de
expresión de la imagen, menciona, corresponden a su vez a tres distintas formas
de tratamiento intensivo de la naturaleza exterior: impresiones, en las cuales
es representada una sensación directa de la naturaleza exterior; improvisaciones,
las cuales son, sobre todo, inconscientes y súbitas expresiones del carácter
interior, expresiones de la naturaleza interior; y composiciones, sinfonías
lentas y cuasi pedantes que se elaboran y retocan tras los primeros bosquejos,
vivencias de colores y formas.
Puede verse que la renuncia a la
figuración no es para él ningún dogma, sino una pregunta intensiva. Con cuál
inaudito compás sin embargo, con qué sensibilidad para el peso y su balance,
con qué talento para el equilibrio trabaja Kandinsky: tal es la potencia de su
don. Aquí el equilibrio deviene balanza de la esencia del mundo. Nada es
llevado a juicio ni recibe un castigo o recompensa, tan sólo adquiere
serenidad: el bien se une al mal, el mal al bien. Sosiego, alegría e igualdad
se producen; equidad, libertad, hermandad de las formas. Siempre en primer
término la grandiosa libertad. Cada forma que se abre paso encuentra lugar,
halla su lugar en el cosmos. Nada es presionado. Todo debe florecer, temblar,
existir con júbilo, alarido y trompetas.
Con maldad se nombró a
Kandinsky, durante sus años de academia, un pintor de paisajes; y lo es, pero
no en el sentido más convencional. Pintó paisajes, sin embargo eran los
paisajes de la composición espiritual de Europa de 1913 y más aún de la Rusia
que resquebrajó el absolutismo para escapar de él. Pintó esos paisajes de los
transfondos espirituales con abrasador colorido, en el cielo de un tiempo
nuevo.
Kandinsky ha reflexionado mucho sobre una teoría armónica de los colores, sobre la moralidad y la sociología de los colores. Sus resultados los ha compartido en De lo espiritual en el Arte, de manera tabular y teórica. Brinda una interesante y literaria psicología del color en afiliación a Delacroix, van Gogh y Sabanejeff, al crítico Skriabin, que intentó implementar una escala musical de los colores. Kandisky conoce la fuerza sanitaria, animal y motora del color; reúne elementos para una clave general de la pintura, pero su última palabra no es un catecismo cromático, ninguna teoría armónica, sino siempre y sólo el principio liberador de la necesidad interior, la cual permanece como única guía y seductora. «Los primeros colores que provocaron en mí una fuerte impresión, fueron el verde vivo y luminoso, el blanco, el rojo carmín, el negro y el amarillo ocre». Luego se sabe lo que esos colores representan para él: «El verde es en el reino de los colores, eso que en el reino humano es la así llamada burguesía; un elemento feliz, inmóvil y satisfecho consigo mismo, restringido hacia cualquier dirección. Blanco, tal el símbolo de un mundo donde todos los colores han desaparecido en tanto substancias y propiedades matéricas. Ese mundo está tan por encima de nosotros que no podemos escuchar ninguno de sus sonidos. De ahí proviene un gran silencio, el cual aparece ante nosotros como un muro indestructible, inexpugnable que va hacia el infinito. Rojo: el cálido y luminoso rojo despierta el sentimiento de fuerza, energía, afán, decisión, alegría, triunfo; recuerda musicalmente al estallido de las fanfarrias que acompaña la tuba». Así uno entiende que Kandinsky, que piensa en colores, encuentra su mundo más maduro ya desde la infancia, cuando éste aún no podía, en toda su singularidad, arribar a la conciencia. ¿Tienen entonces sus figuras algún sentido figurativo y psicológico? Apenas. Su psicología de los colores demuestra sólo la agudeza y la sensibilidad con la que prueba los colores, es sólo un intento por apropiarse de los últimos secretos de aquella «necesidad interior»; un tomar por asalto las fronteras de su arte, pero por ningún motivo una señal del camino hacia una interpretación figurativa de las imágenes.
Y al final de la autobiografía
se dice: «Mi madre es moscovita de nacimiento y reúne en sí las características
que para mí encarna Moscú: belleza exterior, llamativa, absolutamente seria y
severa; sencillez de raza fina, energía inagotable; una unión de tradición con
auténtico espíritu de libertad, única por su fuerte nerviosismo, su imponente y
majestuosa tranquilidad y su heroíco dominio de sí misma. Moscú: su redoblado
agitamiento, su complicidad, su alta movilidad, el choque y la confusión de las
apariencias, las cuales dibujan en lo más profundo un rostro propio y unitario,
con las mismas características en la vida interior. La totalidad de ese Moscú,
el interior y el exterior, la considero el origen de mis aspiraciones
artísticas». Una puesta de sol sobre las cópulas y torres de Moscú la describe
como la más fuerte impresión de su juventud. Dos grandiosas impresiones
artísticas conserva de sus años de estudio en Rusia: una representación del
«Lohengrin» en el Teatro de Moscú, y Rembrandt en la Heremitage de San
Petersburgo. Sobre Lohengrin escribe: «Los violines, los profundos tonos
graves, y muy especialmente los instrumentos de viento encarnaron entonces para
mí la fuerza entera de las horas de la víspera. Veía todos mis colores en el
espíritu. Aparecían ante mis ojos. Salvajes, casi terribles líneas se dibujaban
ante mí. No me tuve suficiente confianza para expresar que Wagner había pintado
con música ‹mis› horas. Pero me fue perfectamente claro que el arte en general
era mucho más poderoso que cuando apareció ante mí; que por otro lado la
pintura podría desarrollar fuerzas tales como las que la música poseía. Y sobre
Rembrandt escribe: «Rembrandt me ha sacudido profundamente. La gran división
del claroscuro, el fundirse de los tonos secundarios en los grandes sectores,
la fusión de esos tonos en esas piezas, que como un doble e inmenso sonido
afectaban cada lejanía y me recordaban de inmediato las trompetas de Wagner, me
reveló por completo nuevas posibilidades, fuerzas suprahumanas de los colores en
sí y sobre todo la elevación de la fuerza a través de las combinaciones, es
decir, oposiciones. Más tarde entendí que esa división invocaba que apareciera
un elemento sobre el lienzo, por principio extraño e inaccesible a la pintura:
el tiempo».
2. La composición escénica y las
artes
En «Der blaue Reiter» escribió
Kandinsky una crítica de la «obra de arte total» wagneriana, a favor de la obra
de arte monumental del futuro. Su crítica se dirige contra la enajenación de
cada una de las artes que formaban parte de la obra de arte total de Wagner,
las cuales fueron utilizadas para elevación de la expresión, para el énfasis y
el fortalecimiento de la expresión, en repugnancia de las leyes artísticas
inmanentes a ellas. La idea de Kandinsky de una composición escénica monumental
parte de condiciones opuestas. Él imagina una confrontación de las artes
singulares, una composición sinfónica en la cual cada una de las artes, vueltas
a su condición esencial como formas elementales, sólo aportan las notas para
una construcción o composición sobre el escenario, que a su vez valida a cada
una de las artes en tanto materia expresiva independiente, y crea una nueva
obra de arte a partir de la mezcla de ese material purificado: la obra
monumental del futuro. En dos de dichas composiciones escénicas, «Sonido
amarillo» publicada en «Der blaue Reiter» y en la aún inédita «Telón violeta»,
ha cumplido en la práctica con su teoría. Quizá sólo de manera esquemática. Su
talento, quizá relativo en esa forma, no indica nada contra la genialidad de la
concepción ideal, que por sí sola habría representado una poderosa, demoledora
violencia frente a autores de la ecuanimidad de Ibsen, Maeterlink o Andrejew,
si en definitiva se hubiera llevado a escena, al menos por una vez, con amor.
De acuerdo con Kandinksy la
composición escénica debe consistir de:
1. el tono musical y su movimiento,
2. el sonido corporal-espiritual y su movimiento,
expresado a través de hombres y objetos,
3. el tono del color y su movimiento (una posibilidad
escénica especial).
Lo que entiende Kandinsky bajo
el primero y tercer punto es claro a partir de todo lo precedente. Sobre el
sonido corporal-espiritual y su movimiento a través de hombres y objetos, así
como también de la danza, escribe: «Un movimiento muy sencillo, sin objetivo
conocido, actuá en y para sí de modo significativo, misterioso, festivo. Sobre
ese principio debería ser y es construida la «nueva danza», la cual es el único
medio, el significado total, para aprovechar el sentido total del movimiento en
el tiempo y el espacio. Estamos ante la necesidad de la fundación de la nueva
danza, la danza del futuro. La misma ley del aprovechamiento incondicional del
sentido interior del movimiento, como del elemento principal de la danza,
surtirá aquí efecto y llegará al objetivo. Así como en la música o en la
pintura no existen sonidos «horribles» ni «disonancias» exteriores, pronto así
será percibido, en la danza, el valor interior de cada movimiento, y la belleza
interior reemplazará a la exterior. A los movimientos sin belleza fluye de
inmediato una violencia insospechada y una fuerza llena de vida. A partir de
ese momento empieza la danza del futuro». En la editorial Piper, Kandinsky
publicó una colección de poemas que ha nombrado Sonidos. Como
precursor también en la poesía, Kandinsky ha presentado acontecimientos
espirituales puros. Con los medios más sencillos ha proyectado en los Sonidos movimiento,
crecimiento, color y tono, como en «Fagot». Aquí la negativa de la ilusión
acontece a través de la oposición de elementos ilusorios que se recogen y
elevan[3], extraídos del lenguaje convencional. En ningún otro lado, ni
siquiera con los futuristas, se ha intentado una audaz purificación como ésta.
Y Kandinsky no ha dado todavía su último paso. En «Sonido amarillo», ha
descubierto y aplicado, por primera vez, la expresión sonora abstracta,
compuesta sólo por vocales y consonantes armonizadas.
[1] El formato duodenal, en
alemán Duodezformat, era un tamaño típico de edición de libros, que consistía
en doblar el pliego de papel para obtener 12 hojas, por lo regular de tamaño
pequeño. (N. del T.)
[2] «Prusificar», verbo a
partir de Prusia que emplea Hugo Ball.
[3] Traducimos el verbo “aufheben” como “recoger y elevar”, cercano
a la intención hegeliana, sabida cuenta que Hugo Ball poseía una sólida
formación filosófica y que aquí tiene el sentido propio de una superación
dialéctica. (N. del T.)
1, 2 Las citas que aquí se presentan provienen del
diario de Hugo Ball en su versión en español, La huida del tiempo (Acantilado,
Barcelona, 2005, trad. de Roberto Bravo de la Varga, ensayo de Paul Auster y
prefacio de Herman Hesse).
[3] La versión que aquí
preparamos parte del original en Der Künstler und die Zeitkrankheit (Suhrkamp
Verlag, Frankfurt am Main, 1984), disponible en la página http://www.zeno.org.
[4] Preparé versiones de un puñado de poemas de Hugo Ball y una
nota introductoria para el número 74 (abril-junio 2012) de la revista «La
Colmena» de la UAEMEX.







